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El herrero del diamante.

En los albores de 1948, cuando Chía era apenas un pueblo que despertaba entre la neblina de la sabana, la imponente figura de Mariano Prieto se recortaba contra el cielo del amanecer. Con sus 180 centímetros de altura y su peculiar indumentaria que recordaba a los uniformes militares, aquel hombre barbado era una presencia inolvidable en el paisaje local. Mariano era padre de nueve hijos y esposo de doña Amalia Bosa Arévalo, y era conocido no solo por su oficio de herrero, sino también por su inquebrantable devoción al Sagrado Corazón.

Su herrería, conocida como «El Diamante», era más que un simple taller: era un santuario del metal y el fuego donde la magia de la forja cobraba vida cada mañana. El ritual comenzaba con el despertar de sus hijos mayores, cuando el sol apenas asomaba en el horizonte. El fuelle de pedal, como el pulmón de aquella catedral del hierro, insuflaba vida a las brasas donde se preparaba el tradicional candil, esa bebida caliente con una barra de hierro que marcaba el inicio de la jornada.

Entre las paredes de adobe y el suelo de tierra del largo zaguán, Mariano daba forma a las herramientas que sostenían la vida rural: troceros para dos manos, azadones que mordían la tierra, escofinas que domaban la madera y herraduras que resonaban en los cascos de innumerables caballos. Su fama llegó a oídos importantes, tanto que el mismo Alberto Lleras Camargo frecuentaba el taller, forjando una amistad tan sólida como el metal que Mariano trabajaba.

Ana Lucía, su hija, recuerda con nitidez aquellos días junto a su padre, ayudándole a cubrir las cabezas de los caballos inquietos durante el herrado con ruanas. El patio, con su enramada sobre lajas y muros de piedra, era testigo silencioso del ir y venir de animales y dueños, que esperaban sentados en el escaño mientras el maestro herrero realizaba su labor.

La tragedia golpeó a la familia cuando Fabio, uno de los hijos, sufrió un grave accidente en la escuela de Cerca de Piedra.